Isaac Castro, autor de “Alejandro Sokol, el cazador”, valiosa biografía que profundiza como nunca la carrera artística, la intimidad personal y los demonios internos que habitaron en el Bocha.
El 12 de enero de 2009 la muerte encontró a Alejandro Sokol esperando un micro en la terminal de Río Cuarto. La partida del Bocha, que estaba a tres semanas de cumplir 49 años, marcó un final tan triste como anunciado. Sin embargo, ese mismo día volvió a nacer como lo hacen los artistas populares que se alojan en el corazón de multitudes: en forma de aquel mito entrañable que siempre se extraña y que siempre se recuerda, a pesar de que se haya ido antes de la cuenta (a diferencia de lo que él mismo cantó en “Nunca me des la espalda: “Todo se ha ido en el olvido”). Como dijo en su flamante biografía el cantante Emiliano Brancciari, de No Te Va Gustar: “Creo que hay gente que tiene brillo propio y, cuando se va, empieza a faltar, pero los recuerdos nos hacen saber que dejó una huella”.
Después de darle voz a decenas de amigos, colegas, fans y diversos testigos de la vida de Sokol, Isaac Castro se guarda las últimas páginas de Alejandro Sokol, el cazador para hacer una lectura personal, a modo de conclusión de una tesis en la que sostiene con mucha lucidez algo que pocos se animan a decir y aquí conviene observar: “Que Sokol y Luca hayan muerto jóvenes, solos y delante de los ojos del mundo, es una tragedia irreparable que no tiene nada de heroico y que, si en todo caso alguien le atribuye un aura de romanticismo anacrónico, es una apreciación tan cobarde como egoísta, que enmascara ciertas aristas de una cultura donde se alentaron -y en ciertos casos aún se alientan- los comportamientos autodestructivos del músico, acaso como si éste fuera un objeto desechable”.
La carrera artística del Bocha comenzó en el primaverismo de los ’80, se hizo visible durante el menemato en los ’90 y comenzó a diluirse entre la liquidez posmoderna de los 2000. Ambos contextos, el musical y el social, influyeron en el entramado emocional de un tipo que destellaba luces hacia afuera, pero cobijaba sombras hacia adentro. “Sombras de tempestad a través del aire”, cantaba Germán Daffunchio en el disco Amor seco. O, como el propio Isaac Castro explica en el libro (utilizando esa misma figura): “Con sombras, debilidades y miserias -esas mismas que la mayoría ocultamos-, se mostró sin antifaces porque entendió que su único compromiso con los demás se circunscribía a su labor musical y habilitad creativa”. Como un cazador, Alejandro era “frágil, bestia y al acecho”.
Alejandro Sokol, el cazador acaba de salir por Editorial Sudestada y repasa exhaustivamente la vida del ex cantante de Las Pelotas (también ex bajista y baterista de Sumo) incluso desde antes de su nacimiento: con la llegada de su padre Constantino desde la Unión Soviética luego de la Segunda Guerra Mundial, su vínculo con la puntana Dolores y el nacimiento de sus tres hijos. Alejandro fue el último de ellos y nació en Hurlingham, que entonces tenía más extensión que ahora y por eso Castro -que la habita y la conoce- la definió como “una especie de ciudad-estado”. Ya de chico Sokol mostraba un perfil tan inquieto que una de sus hermanas se lo llevó a vivir al country que compartía con su pareja polista. Por supuesto el Bocha duró poco en ese entorno y rápidamente apareció la guitarra como escape. ¿Escape hacia dónde? Sokol se llevó la respuesta a su tumba en Nono, aunque el libro ofrece muchas pistas para encontrarla.
De pibe trabajó como pintor y en una fábrica de cajas de cartón. Hasta que apareció su llegada a Sumo. Luego, su brusca partida y el refugio en la religión mormona como única forma de controlar lo que muchos testimonios señalan como su principal defección: la falta de autocontrol. Esa etapa es de las más reveladoras del libro, junto a la siguiente: la vuelta a la música con el proyecto S.O.K.O.L. (casi de culto en la zona oeste de los ’80) antes del reencuentro con Germán Daffunchio (cuya relación humana y creativa es tratada por Castro con profundidad, detalle y respeto, aunque sin esquivarle a los momentos conflictivos que también definieron los bordes de ese vínculo entre casi hermanos).
Por supuesto que Las Pelotas ocupa un tramo importante de la obra con su evolución discográfica, sus hitos en vivo y hasta aquella mediatizada detención por tenencia de cocaína que convirtieron a Sokol y a Daffunchio en los primeros “condenados” con la Probation, cumplida con recitales benéficos. También hay pintorescas anécdotas junto a Keith Richards, con quien charló toda vez que la banda teloneó a los Rolling Stones en River. Y, por supuesto, sus momentos creativos más luminosos en la era pelotera, la tardía explosión popular con el disco Esperando el milagro y el progresivo alejamiento de sus compañeros a nivel artístico, humano y, finalmente, laboral, acelerado tras el accidente automovilístico en Parque Chacabuco que lo tuvo convaleciente y empujó a la banda a hacer algunos recitales sin él.
También es interesante el relato en forma de espiral de su trashumancia entre el Conurbano, distintos pueblitos de Córdoba que habitó y su año de residencia de Chivilcoy. Cada capítulo está entrelazado con su carisma y la sociabilidad que lo llevaba tanto a atender a todo aquel que lo parara en la calle, como a tocar la guitarra de manera amateur en cualquier lugar. También su notable desapego a lo material. Y su generosidad para cantar o grabar con cualquier grupo, sin distinción de pedigree, desde La Renga o incluso Divididos, hasta bandas ignotas del under argentino que ni siquiera conocía, pero lo mismo acompañaba. En el libro, Castro sostiene que “probablemente, el Bocha se trató del artista que más veces grabó como voz invitada” (¡y seguro esté en lo cierto!).
La de Sokol pareció ser una historia sinuosa entre el oro y el barro, la felicidad y la angustia, su enorme sensibilidad para conectar con la música y los demonios que lo llevaban a trastabillar. La esperada biografía del que acaso fue el último gran héroe del rock argentino recorre su vida y obra de punta a punta, y se convierte en una lectura obligatoria no solo para quienes lo conocieron, sino también para aquellos que ahora tienen la posibilidad de hacerlo.
“Hace varios años una publicación zonal llamada CasaXCasa me encargó realizar un perfil sobre Sokol para un informe especial. Ese fue el punto de partida. Pero después, al ver que pasaba el tiempo y seguía sin aparecer ningún libro sobre él, terminé de convencerme de que era algo no solamente merecido, sino también necesario. Y decidí escribirlo yo”, cuenta el periodista, docente y gestor cultural Isaac Castro, quien se graduó en Letras de la UBA y nació en Morón, órbita del universo sokoliano. Pero su aproximación al Bocha va más allá de su laburo: “Las Pelotas fue la banda más importante de mi formación rockera y con la cual mi vida cambió para siempre. Y a Alejandro pude conocerlo como todos los que somos de Hurlingham, pero mi vínculo fue nada más que como admirador de su música”.
A Isaac le llevó tres años escribir el libro, lo cual es entendible: no solo trabajó con discos, artículos periodísticos, citas bibliográficas y anécdotas conocidas por muchos, sino que se encargó de entrevistar a decenas de personas con algo para decir sobre Sokol. “Lo primero que hice fue averiguar quiénes fueron los que verdaderamente lo conocieron y fueron cercanos a él a lo largo de su vida. Porque uno de los inconvenientes de abordar su figura fue que, al ser una persona tan sencilla y accesible, todo el mundo dice haber sido su amigo. Una vez terminada esa tarea, comencé con las entrevistas. En paralelo fui escribiendo el texto principal y cotejando el archivo”.
Pero, así como consiguió la voz de muchos, también debió aceptar el silencio de otros. De todo ese relato coral, destaca que uno de los testimonios que más le impactaron fue el de Mario Lastarria, "uno de los músicos con quien Alejandro vuelve a la música en su etapa mormona”.