A veinte años de la tragedia, actores y guionistas explcan cómo fue la adaptación a la televisión de una historia que marcó a una generación.
Hay un sentimiento que lleva de la mano la narración de la serie Cromañón: la culpa. En este caso la culpa de haber sobrevivido a la tragedia, de ver cómo la vida de uno sigue y la de otros se mancó en un galpón del Once gracias a una tormenta perfecta de irresponsabilidad, codicia y corrupción. Ese es el viaje de Malena Guzmán, el personaje de Olivia Nuss, la protagonista de la ficción: el de zigzaguear emocionalmente —primero a ciegas, después con algo más de guía— para lidiar con la idea de que ella sí salió, siempre con la espina de lo que —engaño recurrente de la mente— podría haberse hecho y no se hizo. Acá está subrayada con un triángulo amoroso porque esto es televisión, pero está: la culpa y la pelea por superarla es el concepto que parecen haber elegido los creadores de la serie a modo de esqueleto.
Cuando se supo allá por 2020 que About Entertainment, la productora de Armando Bó, estaba trabajando en una serie sobre la tragedia más grande que nos tocó vivir como generación, se empezó a especular (y, por qué no, a temer) sobre cómo el programa haría interactuar las dos acepciones de la palabra “historia”. Porque la historia entendida como disciplina que estudia y relata cronológicamente los acontecimientos pasados nos ofrece una carga sensible demasiado densa como para que el otro tipo de historia —el que significa “narración inventada”— se permita muchas libertades en nombre de lo creativo. Cuando se publicó el tráiler, un tuit de alguien hablaba del riesgo de “cornudizar” Cromañón, entendido como pasarse de rosca con el melodrama para hacer que brille algo que en realidad nunca va a dejar de ser un tajo abierto. Una idea inteligente para salir de ahí fue, entonces, hablar de culpa sin mencionarla.
“Durante el proceso de desarrollo, conectamos con muchas historias de sobrevivientes, de familiares, de personas que aún hoy siguen reflexionando sobre lo que vivieron esa noche. La pregunta más recurrente en muchos pibes y pibas que perdieron afectos es ‘¿por qué no a mí?’”, cuenta Martín Vatenberg, parte del equipo de guionistas que completan Josefina Licitra y Pablo Plotkin. “Por suerte, para muchos de ellos es algo que quedó atrás, después de años de insomnio, tratamientos, abandono, contención… Pero en esos primeros años después del incendio, que es el arco temporal de la serie, ese sentimiento de culpa –por triste e irracional que suene desde afuera– es algo que opera profundamente en los personajes”, dice Plotkin, uno de los periodistas que más abordaron profesionalmente la tragedia.
De ahí se pasa a hablar de ausencias, y el desafío es convertir un número (194) en dolores concretos, de carnes y huesos perdidos que no paran de faltar. “No puedo hablar por todo el equipo, pero sí por mí: le quité peso moral a la historia. Me centré en contar la historia de un grupo de amigos atravesados por una tragedia de dominio público. Cuando el objetivo es magnánimo, como entender y transmitir un dolor generacional, se puede volver una cárcel muy limitante al momento de contar una historia. Pero si el objetivo es más a escala humana, es contar el derrotero de un grupo de amigos fulminados por una tragedia, todo lo demás, creo, se empieza a acomodar”, dice Licitra. Así, la gran catástrofe nacional asoma en la serie, no en cifras, no en declaraciones grandilocuentes, sino en rutinas truncas, en cuartos vacíos, en cervezas abandonadas en el fondo de una heladera, en mates que ahora se toman en silencio y soledad. “Esa ausencia puede aparecer en detalles, como la mochila que perdió en Cromañón uno de los personajes y que reaparece algunos años después”, refuerza Plotkin.
Se repite que Cromañón nos pasó a todos (justamente así llama una de las ONG de familiares y sobrevivientes que colaboró en la producción) y, salvando las distancias, es bastante cierto: darle play a Cromañón es caer en la cuenta de que aunque no nos haya tocado el suplicio de haber estado viendo a Callejeros aquella noche o de haber perdido algún familiar en la tragedia, todos estamos más o menos atravesados por la fatalidad de aquel 30 de diciembre de 2004. Quien escribe esto se sacudió recordando mensajes de texto y llamados de amigos que sabían que frecuentábamos aquellos espacios por gusto o por trabajo y, preocupados, querían chequear que justo no hubiéramos estado haciendo algo en el show: la memoria de la cobertura noticiosa que sumaba víctimas en zócalos a medida que avanzaba la noche es una nube negra que envuelve a la Argentina entera.
Eso, con una salvedad: a veces no tomamos conciencia de que desde Cromañón hasta hoy pasaron veinte años —apenas uno menos de los que pasaron entre la vuelta de la democracia y Cromañón— y ya hay una generación de adultos jóvenes que no tienen recuerdos de primera mano. Ellos se van a encontrar con esta historia, acaso por primera vez en sus vidas, en forma de ficción televisiva. Empezando por sus protagonistas: los tres actores principales del programa eran, cuando pasó todo esto, nenes.
Olivia Nuss, o sea Malena, tenía 4 años. “No tengo recuerdos de ese momento pero sí mi vieja me contó varias veces que esa noche ella estaba en el cuarto de al lado mirando la televisión sin poder creerlo, mientras yo dormía, y cada tanto iba a mi cuarto como a chequear que yo estuviese bien”, cuenta. Empezó a vivir Cromañón en primera persona más adelante (“en mi familia las palabras ‘memoria’ y ‘justicia’ siempre tuvieron un peso muy importante, y este hecho requiere de las dos”) y terminó de dimensionarlo durante la pandemia: “Una noche desvelada me puse a ver todo el archivo de Cromañón que había en YouTube y estuve varias semanas con eso en la cabeza. Jamás hubiera pensado que en unos años me tocaría interpretarla”.
Tampoco tiene memorias propias —porque tenía 7 años— José Giménez Zapiola, El Purre, Lucas en la ficción. “Con el tiempo me enteré de lo que había pasado. Ya a los 10, 11, 12, 13 años escuchaba Callejeros, pero tampoco estaba tan al tanto de todo lo que había ocurrido hasta que supe que se iba a hacer una serie”, dice. Su choque personal con Cromañón fue durante la investigación para componer su papel: “Tuvimos entrevistas con sobrevivientes: pudimos charlar con gente que estuvo y que fue parte de la masacre, de esa noche que los marcó para siempre. Pudimos preguntarles con total libertad, sabiendo que ellos querían nutrirnos de información para que nuestro laburo se hiciera más fácil. A la hora de componer y a la hora de contar esta historia, sentimos mucha responsabilidad”.
Lo mismo para Santiago “Toto” Rovito, que apenas había cumplido los 8. Para el Nicolás de la serie, el vínculo es emotivo-musical: “Tanto mis círculos como yo nos criamos escuchando rock nacional. Un rock nacional que levantaba banderas y consignas políticas que mucho tenían que ver con la realidad del país, y después de 2004, Cromañón fue un tema fundamental para todo ese escenario. Si bien no tengo recuerdos del 30 de diciembre en particular, sí siento que al escuchar esa música, ser parte del colectivo urbano que escuchaba esa música y levantaba esas banderas, de discutir sobre Cromañón y cómo había pasado lo que pasó, este se volvió un tema importante durante mi crianza y conocimiento del mundo”.
Está claro que actuar es actuar y que interpretar un personaje no necesariamente requiere haber compartido algo con él, pero acá el desafío de los actores y actrices era duro: desde la pantalla de una plataforma de streaming multinacional tenían que convertirse en personas con códigos que no conocían de cerca (aunque buena parte de su audiencia potencial sí) y que no tienen mucho que ver con lo que suele verse en esos espacios. El universo televisivo joven-adulto está copado por veinteañeros/ treintañeros afectados por los conflictos neuróticos que vienen con tener la panza más o menos llena (acaso porque muchos de los realizadores vienen de ahí y no tienen la soltura para contemplar otras realidades, tal vez porque las productoras apuntan sutilmente al aspiracional más que a la crudeza “deprimente”), y cuando se decide a caminar el barrio lo hace exagerándolo, cargándolo de marginalidad con un trazo grueso grotesco. Así, Cromañón corría el riesgo de ser una recreación estilizada, de laboratorio, de la vida de los pibes “comunes” (la “cornudización” de la que hablábamos más arriba) o, por el contrario, una caricatura boba de chabones sin dientes, pendejas despeinadas y droga mala mala. Algo aportó una compañera: “Toti Bengoechea [la actriz que interpreta a Tamara] nos compartió una ‘guía rollinga’ que le hizo una amiga sobre esa época en Argentina”, cuenta Olivia. Pero la composición fue bastante más allá: “La verdad es que era un desafío, pero los coachs actorales (María Laura Berch, Felipe Ipar, Alejandro Catalán) y las directoras (Marialy Rivas, Fabiana Tiscornia) siempre pusieron el foco en que representemos desde una verdad, desde lo genuino. No desde lo impostado. Lo más importante era conectarnos entre nosotros, sentir esa amistad y ese momento de cada pibe y piba. De esa manera creo que lo que se genera es que no importa si era exactamente así cómo se decía tal cosa o tal otra, sino mostrar el corazón de los chicos, sus pasiones, su vitalidad. Eran pibes iguales a nosotros, tenían las mismas ganas y el mismo derecho a vivir que todos nosotros. Eso era lo más importante de contar”. El norte, dice Toto, siempre fue que los pibes reales detrás de sus criaturas lo sintieran como propio, por una cuestión de respeto y honra: “Ser parte de este proyecto me hizo pensar mucho en cómo iba a interpretar a una tribu urbana que vive esa herida mucho más a flor de piel que otros sectores de la sociedad. Este es un proyecto que se propone contar y conmemorar su historia y nosotros desde el elenco siempre tuvimos como algo fundamental conseguir eso y que el proyecto pueda ser considerado parte de la memoria activa de Cromañón. Creo que ese es el desafío mayor, poder hacer que esa gente se sienta identificada con esta ficción y con nuestra interpretación de los personajes”.
Algo parecido pasaba con la música, clave en esta historia por lo obvio, pero también porque buena parte de la dinámica de la serie gira en torno a un grupo que tienen los protagonistas y a la música que escribe Malena. Sin temas de Callejeros ni grandes hits de otras bandas del palo, seguramente por cuestiones de derechos (aparece cantada por los protagonistas “Triste canción de amor”, que nos lleva al cover que La Renga grabó en Adonde me lleva la vida… , en 1993, pero que viene con la autorización de su autor Alex Lora de El Tri), había que darle a la serie un entorno sonoro que plantara al televidente en medio de aquel movimiento de rock barrial (así lo llama uno de los personajes: “rock barrial”) post Redondos, cruzado por el rolinguismo en estética pero también por cierta sensibilidad sabinesca de poesía maldita y reviente glam decadente (Las Pastillas del Abuelo y La Beriso explotarían todavía más esta veta poco después). ¿Cómo recrear esa “mugre” (en el buen sentido) en una oficina? El responsable fue el exBajofondo Adrián Sosa, hoy productor y Head of Music Latam de Amazon MGM Studios, quien explica que a la hora de ponerle soundtrack a la historia se siguieron tres caminos: “Por un lado la música incidental, el score con el cual debíamos apoyar lo dramático y el storytelling; para eso trabajamos con EVLAY (Facundo Yalve) y Hernán Segret. Por otro lado estaba la necesidad de que hubiera una representatividad de las canciones de rock de la época, las bandas que sonaban y que dieran contexto a la historia; para ello trabajamos con el supervisor musical Diego Monk. Y por último, lo más importante de todo: crear desde cero todas las canciones de la banda que tienen los protagonistas en la serie (Peces Chinos), esas tenían que ser canciones de rock creíbles y genuinas, con calle y sustento en relación al guion; para eso trabajamos con Gabriel Pedernera (Eruca Sativa). Y también nos dimos el gusto de crear una canción original para un momento clave en la serie con Santiago Motorizado: la canción suena completa a través de toda la escena y Santiago la escribió especialmente para ese momento”, dice Sosa.
A todo esto, tampoco descuidar que Prime (la plataforma que produce el programa) genera contenidos regionalizados, no solo argentinos. La línea era finísima: había que contar una historia profundamente local (hasta podríamos decir urbana, o incluso porteña), con códigos propios y ultraconocidos, de una forma en la que Latinoamérica también se sintiera incluida. “Tratamos de olvidarnos de eso y, al menos en una primera etapa, escribir simplemente desde Argentina”, dice Plotkin. “Después siempre se van ajustando cosas. Una de las directoras y showrunners, Marialy Rivas, es chilena y creo que eso le permitió enfocar el relato con un prisma diferente, poner en discusión cosas que nosotros damos por sentadas y que son imposibles de entender si no viviste en ese tiempo en este lugar”. Eso lleva a que Marialy, que en 2012 se ganó un premio al Mejor Guion de Drama en el Festival de Sundance por su ópera prima Joven y alocada, cuente cómo hizo para superar la barrera dialéctica: “Desde la adolescencia que tengo una relación muy cercana con Argentina, y de hecho, estoy casada con una argentina, por lo tanto para mí es un país y un pueblo que siento cercano y al que amo profundamente. Pero sin duda, el apoyo y trabajo a cuatro manos con mi coshowrunner Fabiana Tiscornia fueron claves para abordar la serie y todas sus capas de la manera adecuada. También el apoyo de los autores, que respondían prontamente a cada una de las dudas que me pudieran surgir, y la presencia de los productores fueron parte importante de poder dar en el clavo en todos los aspectos de la idiosincrasia argentina”.
Tiscornia fungió como ancla al barrio en la dupla porque Cromañón transcurre mayormente en Celina y Tapiales y ella se crio en el Oeste: el paisaje no le era ajeno. “La mirada sobre lo barrial tiene quizás un cierto gesto de abstracción. Creo que es una mirada cautivada por los mundos narrados, por el conurbano y la vida en la calle, las casas familiares, los negocios incorporados a las casas. Ese fin de adolescencia lleno de deseo e incertidumbre. ¿Quizás tiene nostalgia, una cierta distancia que la vuelve menos realista? Hay varios pintores y fotógrafos argentinos (Juan Andrés Videla, Maxi Magnano, entre otros) que han retratado el conurbano con una belleza y una comprensión muy inspiradoras. Fueron algunas de nuestras referencias”, dice. Ese rompecabezas armado con piezas de mil mundos contradictorios (una directora extranjera, otra de aquellas cuadras; autores que escriben ficción después de haber contado con extrema fidelidad la realidad durante años; actores que le dan vida a una historia conocida por todos sin haberla presenciado) hace de Cromañón una serie compleja, matizada, con niveles: una historia de amor, que encierra un paso a la madurez, que cubre una superación de culpa, que cuenta una tragedia horrorosa (y si querés la podés seguir todavía más: “que esconde un submundo de corrupción y abandono”, “que remite a lo que entendemos por ser nacional”, etc.). Eso, hablado en argentino del suburbio, buscando atrapar a un ecuatoriano.
El camino del medio, la llave universal, es el dolor, que en la serie se ve con todo el rigor en las escenas más difíciles de filmar y de ver: las que muestran lo que pasó en República Cromañón después de las 22:50 de aquel 30 de diciembre de 2004. “He visto cámaras con un ojo puesto en el lente y con el otro llorando”, recuerda El Purre. “Nosotros vivíamos en un hotel y la carga emocional que teníamos nos empujaba a que de vez en cuando termináramos de grabar y era ‘che, necesito ir a tomar una cerveza, a charlar de otra cosa porque yo así no me puedo ir a dormir’”. Ayudó, dice Toto, que todos estuvieran en la misma: “Siento que con el elenco armamos una especie de familia y red de contención y fue un espacio terapéutico el poder contarnos cómo nos sentíamos con lo que estábamos filmando. En esas semanas de filmar Cromañón, estábamos todos muy movilizados con lo que veníamos de filmar o lo que nos tocaba filmar al día siguiente, y me es un recuerdo vívido el poder hablar de eso entre nosotros y poder canalizar todo lo que se mueve emocionalmente filmando esas escenas”. Algo similar cuenta Olivia: que no se podía atravesar la experiencia sin guardar una distancia prudencial. “Creo también que a veces en el momento uno como actor necesita disociarse un poco y estar en función de la historia, ocurre casi inconsciente como mecanismo de defensa. Porque si realmente eras consciente a cada segundo, las 12 horas de rodaje, era demasiado duro. Recuerdo que a veces el equipo técnico se emocionaba detrás de cámara y nosotros sin embargo estábamos concentrados en poder repetir esa toma quizá 10 veces más. Ahora sí, cuando terminaban esas jornadas, el cansancio físico y emocional eran inexplicables. Por suerte nos teníamos entre nosotros para contenernos”.
No fue más fácil detrás de cámara. “Desde la etapa de casting, los jóvenes actores se acercaban a los personajes con una sintonía asombrosa. Una vez, durante una audición, tuve una visión: el joven actor estaba tomando de la mano a un chico en Cromañón para ayudarlo a salir. Puede sonar esotérico, pero en algún plano, lo presencié”, dice Fabiana Tiscornia. Hay algo ahí, en esa frontera borrosa entre ficción y realidad, que guarda la esencia de la serie: una historia pensada para honrar la historia. Lo sentencia con todas las letras Marialy Rivas: “Queríamos lograr verdad para que ojalá nunca más algo tan terrible vuelva a ocurrir”.