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jueves, 10 de octubre de 2024

El último baile de la Generación Dorada

Los protagonistas de esta leyenda se juntarán por primera vez a veinte años de su épico triunfo en Atena.

Manu Ginóbili se golpea el pecho. Del lado del corazón, claro. Desarma el puño y lleva los dedos índice y mayor de su mano derecha, como una tijera cerrada, a la boca. Sostiene el beso durante un segundo y lo larga mirando a cámara. Sonríe. Unos segundos antes, en el extremo opuesto de ese escalón, el más alto del podio olímpico, Rubén Wolkowyski hacía el mismo gesto. Exactamente igual. Golpearse el pecho, tirarle un beso a la cámara, sonreír. Ninguno de los dos sabía qué estaba haciendo el otro porque entre medio había otros diez jugadores que festejaban también. A los gritos, a los saltos, a los abrazos, a los llantos… como les salía. “Porque no hay nadie en el mundo que esté viviendo lo que estás viviendo vos”, le dice Manu Ginóbili a Rolling Stone desde San Antonio, Texas, a 20 años de una de las gestas más impensadas en la historia del deporte mundial. Argentina había ganado la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004, algo que nadie se había atrevido a soñar desde que Estados Unidos decidió armar su selección nacional con jugadores de la NBA en 1992. Y los 12 jugadores responsables de la hazaña hacían equilibrio para no caerse de un podio que apenas podía contenerlos. Nacía así la Generación Dorada.

Pero esa era la última vez que se los vería juntos públicamente. Terminados los juegos olímpicos, cada uno volvió a sus equipos, la mayoría en el exterior. No hubo vuelta triunfal a la Argentina, no hubo recepción al equipo completo. “Solamente llegamos algunos al país. Fue todo muy desbaratado, la verdad”, dice Rubén Magnano, entrenador de aquel equipo. “Por el nivel de la conquista, por lo que implicaba ese equipo, por lo que despertaba ese equipo. Yo siempre pensé que eran merecedores de una actitud inteligente por parte de quienes manejaban eso a nivel nacional. Traer al equipo y que el pueblo lo recibiera”. Tampoco hubo, en todos estos años, un reencuentro oficial. Hasta ahora.
Con un video en el que se emulaba un grupo de WhatsApp, cada uno de los jugadores confirmó su presencia. El 2 de noviembre, el reencuentro será en el Parque Roca para un partido exhibición en el que participarán también otros campeones olímpicos y deportistas destacados del país, así como también, se espera, habrá mucha actividad musical, dado que la productora que organiza el evento es la misma que tiene a Duki como artista principal de su catálogo y otros representantes del género urbano, muchos de ellos amantes del básquet.

Una producción exclusiva que llevó más de dos meses de coordinación para contar con el testimonio de cinco de los grandes protagonistas de la gesta: Manu Ginóbili, Luis Scola, Fabricio Oberto, Chapu Nocioni y Rubén Magnano. Conectados desde diferentes partes del mundo (des San Antonio, Texas, a Córdoba, pasando por Italia), aportaron sus recuerdos y reflexiones para una reconstrucción que tiene mucho de mística, pero nada de idealización. En un presente donde todo es cada vez más veloz y se exigen resultados inmediatos en cada aspecto de la vida, el proceso que llevó a la Argentina a lo más alto del básquet mundial incluyó mucho trabajo, tiempo y derrotas. Y por eso reivindicar su legado se impone más como una necesidad cultural que como ejercicio de nostalgia.

“Pasó hace mucho tiempo”, dice Scola. “Pero no es que no haya que contar la historia, al contrario, probablemente tenga más valor”.

Porque si bien la medalla de oro fue la que terminó por bautizar como Generación Dorada a toda una época en la que Argentina estuvo en la élite del básquet mundial, ese hito fue más clímax que punto de llegada o de partida. Manu Ginóbili explotaría en la NBA al año siguiente para terminar con cuatro anillos y una inclusión en el Salón de la Fama del Básquet; Luis Scola se encaminaba a ser el futuro gran capitán de la selección y referente absoluto del básquet argentino; el Chapu Nocioni cumpliría el sueño de jugar en los Chicago Bulls y Fabricio Oberto se uniría a los San Antonio Spurs de Manu para conseguir también su título.

Nada de esto había sucedido aún en 2004 y los doce jugadores llegaban a Atenas como antihéroes de una rara especie, la de los que evolucionan a héroes, preparados para conquistar lo imposible con métodos terrenales. “Trabajo”, repite Rubén Magnano. “Sin miedo a ser reiterativo: trabajo”.
Hasta aquellos años, el lugar que ocupaba la selección argentina de básquet en la alta competencia internacional estaba lejos de ser preponderante. Solo había clasificado a Juegos Olímpicos tres veces, en los lejanos 1948 y 1952, y luego recién en Atlanta 1996, cuando la Liga Nacional ya daba muestras alentadoras de esa planificación de desarrollo federal y profesional iniciada en 1984. Esa “vitrina que alimentó el deseo de jugar al básquet a niños y jóvenes de todo el país”, según la describe Magnano, fue el gran semillero de la Generación Dorada, un plantel de cuyos 12 integrantes solo dos habían nacido en el AMBA.

“Los clubes de barrio son la célula madre de todo”, concluye el entrenador, oriundo de Villa María, Córdoba, y que estuvo vinculado a la selección desde 1992.

Pero los procesos no son lineales. Las continuidades se rompen y las reconstrucciones presuponen hacerle frente a una crisis primero y al futuro después. En 1999, el recambio de la selección no estuvo exento de cimbronazos. Argentina llegaría al torneo en Puerto Rico, que habilitaba dos plazas para los Juegos Olímpicos de Sídney 2000, con un plantel diezmado. Históricos como Marcelo Milanesio, Diego Osella y Esteban De La Fuente se habían dado de baja, dejando al básquet argentino con algo más que una incertidumbre. Era el momento para que buena parte del equipo U22, que dos años antes había perdido una semifinal de Mundial contra Australia, ganando por tres puntos a menos de 47 segundos del cierre, ahora diera el paso en la selección mayor. Aunque la transición se había acelerado más de lo previsto, lo que comenzaría a gestarse era la construcción de un héroe colectivo.

“Parecía que el básquet argentino había muerto, reinaba el pesimismo”, recuerda Luis Scola desde las oficinas del club de básquet italiano Pallacanestro Varese, del que es CEO. Por aquel entonces Luis se sumaba al plantel con apenas 19 años. “Descubrimos que no, que había futuro. El 99 es el inicio, según mi forma de ver”. De los 12 jugadores que fueron a Puerto Rico, nueve formaron parte del plantel dorado de 2004.

Nada se construye sin derrotas. Y Argentina las tuvo. El futuro que se divisaba en 1999 implicaba encarar un presente de lucha, con la posibilidad de momentos agridulces. En el Preolímpico de Puerto Rico, el tercer lugar los dejó afuera de Sídney 2000, pero sentó precedentes. Se les había ganado a los ticos por primera vez en la historia y el triunfo ante Brasil vengaba de alguna manera la derrota sufrida apenas un mes antes en el Sudamericano jugado en Bahía Blanca. De allí al Panamericano de Canadá y un cuarto puesto que sirvió más para completar una tríada de competencias internacionales que le dio rodaje a un equipo repleto de jóvenes.

Andrés “Chapu” Nocioni, hoy comentarista de la NBA para ESPN, todavía no había cumplido 20 y empezaba a entender su relación con la derrota: “Me frustraba, me hacía cambiar los planes de cómo entrenar, cómo jugar, pero no le tengo miedo a la palabra”. También empezaba a construir su lugar, como el jugador temperamental y revulsivo que explotaría aún más después de Atenas, en Pekín 2008, con Ritual, de Los Piojos, sonando en sus auriculares antes de cualquier partido. Su arco narrativo puede resumirse en dos partidos contra Lituania con apenas un mes de distancia. En julio de 2008, Argentina jugó contra los lituanos un amistoso en Ourense que Scola define como “un papelón”. Se llegó a estar perdiendo por 30 puntos y el equipo se llenó de faltas técnicas. Nocioni no terminó ni el segundo cuarto, expulsado por dos faltas antideportivas.

Un mes más tarde, Lituania fue el rival en los Olímpicos en “la final por el bronce”, como le dice Nocioni. Incluso cuando se corrige y dice que no fue una final, el inconsciente lo traiciona y repite “la final por el bronce”. Porque así lo vivió él, como una final en la que brilló en ataque y defensa. En un tiempo muerto del partido, Ginóbili, ausente por lesión, le pidió a Chapu que no presionara al base rival porque era más rápido de lo que parecía. Chapu, por supuesto, lo fue a presionar. Le robó el balón y se la volcó en la cara.

La derrota como motivación y el trabajo como disciplina. Argentina se moldeaba a sí misma como lo que Fabricio Oberto llama “un optimizador continuo”. El hecho de que la mayoría de los jugadores se conocieran desde selecciones juveniles ayudaba al proceso, sumado a un rodaje individual que ya se proyectaba hacia las mejores ligas de Europa y desde las que todos traían novedades. “Nos levantábamos la vara constantemente”, dice Ginóbili. “Era algo colaborativo, uno que cambió la dieta, otro trajo una nueva forma de trabajo, un suplemento, lo que sea. Se formó algo que era internamente competitivo”. En Oberto, a quien todo le surge como una metáfora de supervivencia en algún paisaje inhóspito, la palabra “tracción” es recurrente. “La derrota te lleva a un lugar oscuro, pero hay que traccionar en el barro. Si necesitábamos algo para vivir, girábamos todos para ese lado y no había otra prioridad”.

Pero acá nadie idealiza. No se intenta vender el mito de que se trataba de “amigos en un viaje de egresados”, como dice Scola. “Los buenos equipos acomodan sus cosas y logran funcionar en busca del bien común, pero no es que el equipo estuvo exento de egos. Nadie venía y decía: ‘Bueno, tranquilo, vos sos mejor’, en una especie de altruismo. Las cosas se fueron llevando naturalmente como en todos los equipos, y eso trajo conflictos”.

Para que un jugador entre en la rotación, otro tiene que salir; para que un jugador gane protagonismo, otro tiene que perderlo. En ese tetris de individualidades en pos del bloque perfecto, solo quedaban en pie aquellos capaces de ser competitivos sin ser egocéntricos. Aunque muchos se consideraban y aún se consideran amigos, Nocioni habla de que lograron formar “un vínculo que es más importante que hasta la amistad misma”. Después de ese 1999 iniciático, quedaba mucho por recorrer hasta el oro de 2004 y más aún hasta el grupo de WhatsApp que los 12 integrantes tienen hoy.