lunes, 11 de noviembre de 2024

Se murió mi mamá: la difícil tarea de despedir a nuestros padres

A mi derecha mi hijo Ignacio, a mi izquierda mi hijo menor Santi.


Muy cerca, Laura, mi pareja. Mis amigos, mi hermano, mis sobrinos. Enfrente mío, la tumba de mi papá que murió hace 35 años. Y el cuerpo de mi mamá que emprende viaje y se encuentra con él.

Y Schubert.

El aprendizaje más duro: mi mamá se cansó de vivir
Estela Noemí (Mimí para todo el mundo) nació un 27 de julio hace 87 años y murió el pasado lunes 28. Si me preguntan por qué murió, debería decirles que mi mamá se cansó de estar cansada. Perdió los sueños, las ilusiones, los proyectos. Todo lo lindo había quedado detrás, en lo vivido, en la nostalgia. Por delante, muy poco. Y cuando es así, el cuerpo se va apagando.

Psicoanalista, egresada de la Universidad de Buenos Aires, de la primera camada (y lo decía siempre con mucho orgullo). Pianista, lectora ávida. En su casa, más de 4000 volúmenes, y enorme legado que me queda a mí gestionar como tesoro junto a mi hijo Ignacio (que aprendió a amar las letras de su abuela) y mi hermano menor Andrés. Joyas como una primera edición de Cien años de soledad y un ejemplar firmado por José Saramago de Ensayo sobre la ceguera.

Amante de las plantas, mi último regalo fue un rosal para el Día de la madre. Hace muy poco hubo que sacar de su patio un ficus que se fue con ella porque había echado demasiadas raíces; toda una paradoja.

Si me preguntan de que murió mi madre, insisto: diría que su cuerpo se cansó de que su mente dejará de soñar con lo porvenir.

Mi madre murió no porque estuviera muy enferma, de hecho tenía un control cardiológico reciente en donde estaba todo mas o menos bien.

Mi mamá se fue apagando porque se le acabaron las utopías. Extrañaba a su amor, a mi padre , y soñaba con un reencuentro. Heridas abiertas de su infancia que se reeditaban en una vejez sin ilusiones. No tuvo en el último año más que uno o dos días felices.

Murió porque estaba cansada de vivir.

Y es el aprendizaje más duro que me queda por delante. Aceptar que no pude alentar esos sueños. No estaba a mi alcance. Lo intenté desde hace años, pero no.

Todo lo lindo de su vida estaba en lo pasado, nada en lo porvenir.

El médico tuvo una frase poco afortunada, le dijo: "Está usted muy bien, tiene su corazón gastado de una mujer de 87 años" y ese fue el justificativo para dejarse ir. "Yo también tengo el corazón gastado mamá -le decía-, tiene 59 años de uso el mío." Pero creo que hablábamos de corazones diferentes.

Entre la tristeza y el alivio
Schubert acompaña el momento, y hace dos meses tuve el regalo de pedirle a mi mamá que se siente al piano y toque una vez mas el impromptu que hoy suena en el jardín de su descanso eterno.

Tenemos que pensar con mi hermano Andrés qué poner en la placa, imagino que algo de Pablo Neruda.

Siento una mezcla de tristeza profunda, y alivio, también profundo.

Y mi principal consuelo es la charla que pude tener con mi madre en la cama de la internación de la unidad coronaria. El domingo 26, cuando la emergencia la internó por una insuficiencia respiratoria, me dijo: "Creo que de esta no salgo".

Yo, en lugar de contradecirla, asentí. Sentía lo mismo que ella. "Hace mucho que no podés descansar (sufría de insomnio en los últimos meses), quizás sea tiempo de que lo hagas", comenté.

"Te vas a encontrar con papá", me sorprendí diciéndole. ¿Querés que te espere alguien más? Yo gestiono, soy bueno en eso." Nos reímos juntos por última vez. "¿Le digo a tu abuelo Isidro que te espere también, querés?" Me respondió con una sonrisa.

Yo no podía creer estar teniendo esa charla. Era una hermosa y dolorosa despedida. Le dije que estaba en los últimos tiempos repensando mi idea de muerte, tratando de "desoccidentalizar" la manera de vivir la idea de la finitud.

Le conté que creía que esto era una parte (y solo eso) de una experiencia mucho más grande, de un ciclo infinitamente más complejo que nacer y morir en este plano. "Traeme libros sobre eso", pidió.

Pensé en solicitarle a mi querida Ceci Carena que me recomiende alguno. No llegué lamentablemente a cumplir con ese pedido.

Le apreté muy fuerte la mano, le acaricié el pelo. Le prometí volver cada día que estuviera allí.

Y eso hice, el lunes a las 13, en el horario de visita, allí estaba. En esas 24 horas, mi madre había envejecido mucho más que un día.

El medico me apartó, me dijo que el estado era crítico, que en cualquier momento haría un paro y que no lo superaría.

Ella estaba hipo-lúcida, pero entendía que estaba allí. Me sonrió con semblante muy calmo. Le dije que podía ir tranquila, que estaba todo en orden. Que mis hijos le mandaban un beso. Se quedaba dormida, me apretó muy fuerte la mano con su mano de dedos largos, de pianista.

Le pregunté si sabía lo mucho que la quería a pesar de lo difícil de la relación (no es sencillo ser padre de nuestros padres). Asintió con una sonrisa plena de amor.

Llegué a pedirle que le mandará un abrazo enorme a mi papá. Y la abracé con cuidado de no lastimarla. Le di un beso largo en la frente y en el cabello, y supe que iba a ser el último. Y así fue.

Desdramatizar la muerte
Cuando me senté a escribir esta columna pensé: ¿para qué? La respuesta es que quisiera que estas líneas sirvan para quitarle drama a la idea de la muerte.

En este momento de mi vida estoy realmente tratando de repensar el concepto de la muerte. Y así estoy viviendo la muerte de mi madre.

Estoy triste, estoy en calma, estoy tranquilo, y estoy también aliviado. El último tiempo fue muy duro, para ella y para mí.

Le decía a mi pareja estos días: "Voy a contratar a alguien que me llame con problemas 10 veces por día". Y una vez más la ambivalencia presente en nuestra vida, en la mía.

Fue un tiempo de mucho dolor físico y psíquico para ella. Fue un tiempo de mucha impotencia, enojo y tristeza para mí. No sabía cómo ayudarla.

Mi madre, quien me dejó la pasión como legado más bello, la pasión por mi profesión, por la vida, el último tiempo era solo una sombra. Una sombra de una gran mujer que se quería ir hace ya un tiempo.

De mi lado, en el balance final, solo gracias.

Me enseñaste que los amores lindos son posibles y necesarios. Me enseñaste a perseguir los sueños. A no permitir que me digan que es imposible.

Me enseñaste también a enamorarme de la palabra escrita. Me acuerdo cuando escribí mi primer libro, yo ya un hombre y vos todavía saboreando la profesión en tu consultorio. Fuiste mi editora más exquisita.

Me acuerdo cuando de niño me rascabas al espalda (mi mimo favorito). Y ahora a mí me tocó acariciar la tuya en la cama 7 de la unidad coronaria. Estás en calma, quizás mucho más de lo que estuviste en tu cama, quizás porque esta cama está un poco mas cerca de papá, tu compañero a quien tanto extrañabas. Imagino que te habrá esperado con un té de manzanilla.

Ya no tenías mucho por hacer acá y tanto por hacer en algún otro lado.

Fuiste una idishe mame, de libro, de manual. El chiste de la corbata roja y azul fue inspirado en vos. Se los cuento, por si no lo conocen. Una madre le regala a su hijo una corbata roja y una azul. El hijo para hacer feliz a su madre se pone la roja. La madre la ve y exclama: ¿Y la azul no te gustó?

El humor estuvo presente hasta el último momento, y te imaginaba riendo a carcajadas desde donde estés ante esta escena: Caminando en el cortejo fúnebre en el cementerio Igna me dice "Pa, le pusieron la cruz al cajón".

Miro y efectivamente: Estela Noemí Daichman; arriba, la cruz. "Muchachos, paren, tiene cruz el cajón y mi mamá es judía." Se agarran la cabeza y uno de ellos, solemne, ordena a su compañero: "Andá a buscar el destornillador".

La quitaron al regresar del cuartito de las herramientas y fue una última humorada antes de despedirte, entre risas y llanto.

Igna subió a sus redes: "Le pusieron cruz al cajón de la abuela judía. Por suerte le gustaba Woody Allen".

El humor, ¿que seríamos sin él? El humor y el amor pueden salvar al mundo. Y vos ya estas mamá descansando después de tiempos difíciles.

Viviste lo que tuviste que vivir, a tu manera, con tus libros, con tus plantas, con tus dibujos (qué lindo dibujabas).

Y acá estoy yo tratando de ponerle palabras a este momento. Tristeza y calma, calma y tristeza.

Solo decirte gracias por lo aprendido. Te pido perdón por los enojos, todo lo que me equivoqué fue desde el amor. Te amo, te amaré. Te honro y te honraré.

Buen viaje, me enseñaste a honrar la vida y 35 años después de la muerte de papá y a días de la tuya estoy tratando de quitarle peso a la muerte.

Y quiero decirte que me está saliendo mucho mejor de lo que pensaba. Te abrazo y te extraño, y te entraño porque estás adentro y adentro quedarás.

Buen viaje mamá, al infinito y más allá.

*Agradezco especialmente a Lucía Verón, una de las personas más importantes en la vida de mi madre en los últimos cinco años.

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